Las máquinas del tiempo
por
Ana Alejandre

El título de este texto no ha sido escrito en plural por
error, sino porque aunque la utópica máquina del tiempo no es real, esa vieja
utopía parece tener cada vez más aliadas en forma de diversos artefactos que nos ofrecen cada vez
más velocidad, más rapidez en hacer un trayecto físico, la navegación vía
internet, las comunicaciones telefónicas y el envío de datos, las transacciones
económicas en tiempo real y a distancia que antes costaban días y semanas, y
todas aquellas máquinas: coches, motos, aviones, electrodomésticos,
ordenadores, teléfonos, etc., que intentan robarle tiempo al tiempo, haciendo
las tareas que tienen encomendada en menos tiempo, en "tiempo real",
sin dilaciones, sin esperas, sin perder un minuto más de lo que la técnica
actual permita y pueda ofrecer en cada momento.
Todo ello, nos lleva en una carrera vertiginosa en la que,
aunque no se pueda viajar en el tiempo, sí se va reduciendo exponencialmente de
forma continua el tiempo necesario para realizar las diferente tareas que cada
máquina o artefacto tiene encomendada y
que intenta hacer cada vez más veloz, más imperceptible en su duración, como si
quisiera compensar la incapacidad para volver al pasado, con el continuo y
veloz robo al presente de unas horas, minutos o
segundos que, sumados al tiempo ganado por otros artilugios modernos y
de última generación, parecen ofrecernos, al final del día, un saldo positivo
de horas o minutos ganados. Aunque esos minutos no puedan llevarnos hacia
atrás, sí roban al presente retazos de esa extraña substancia que es el tiempo,
en una engañosa sensación de que, aunque vivimos vertiginosamente y la vida pasa veloz, somos capaces de hacer
más cosas en menos tiempo, lo que nos parece, paradójicamente, que le ganamos
cada día una batalla de esa guerra que ya sabemos perdida de antemano y en la
que pereceremos, aunque no sepamos cuándo.
Es curiosa que la propia sociedad que ofrece todas las
nuevas tecnologías para hacerlo todo más deprisa, más rápido, es la misma que
pone trabas, en ciertos supuestos, a que esa misma velocidad pueda ser
alcanzada por quienes usan los artefactos que le permiten ir más deprisa. Un
ejemplo de ello son los coches y motos de grades cilindradas que pueden
alcanzar los trescientos kilómetros/hora o más, aún sabiendo quien los compra
que el límite de velocidad le impide ir a más de 120 km/hora, dependiendo de
cada país, por lo que el reclamo de la potencia del vehículo, gran acicate para
su compra, se encuentra desde el principio vedada por las leyes y no se
puede dar rienda suelta a la
potencialidad del vehículo sin tener graves consecuencias sancionadoras, cuando
no la posibilidad de tener un grave accidente que ponga en peligro la vida del
conductor y de terceros.
Sin embargo, nadie cree que quien tiene a su alcance un
coche o moto que le permita alcanzar esas velocidades de vértigo, va a
conformarse a ir a la velocidad máxima que permite la ley, como no sea en un
ejercicio de inocencia evidente. El deseo de ir, de vivir más deprisa,
robándole migajas al tiempo, en muchas ocasiones, es la forma más absurda de
morir antes, de agotar deprisa ese cupo de tiempo que nos ha sido dados a todos
y a lo que llamamos vida, en un evidente contrasentido por el que se pierde
todo el tiempo vital en un segundo, para sentir la extraña fascinación de ser
los dueños del tiempo y no sus lacayos.
Formando parte de esa aumentada colección de "máquinas
del tiempo", en forma de artefactos mecánicos o electrónicos que se han
incorporado a nuestras vidas de forma cotidiana para hacer todo más veloz y
ahorrar tiempo, olvidamos a la máquina del tiempo más perfecta que existe,
aunque sea en una sola dirección la posibilidad de viajar que nos ofrece y que
sólo mira al futuro. Y esa máquina no es otra que el reloj, artefacto
imprescindible sin el que no podríamos vivir, porque nos impele a vivir
vertiginosamente, en esa carrera contra reloj que es la vida moderna,
olvidando, sin embargo, que es la única y posible máquina del tiempo, perfecta
en su cometido: señalar que el tiempo pasa imparable e inexorablemente y que
por mucho que intentemos correr, ganarle la carrera al tiempo, éste siempre
será el vencedor en la meta final en la que, pronto o tarde, llegaremos
exhaustos de tanto vértigo, de tanta prisa, para darnos cuenta, al final, que
hemos llegado a esa indeseada meta que es el fin de toda vida, querámoslo o no,
sin que el tiempo que nos ha sido dado haya aumentado un minuto, un segundo, a
pesar de la enloquecida carrera en la que hemos vivido y perecido,
demostrándonos que el tiempo es, al fin y al cabo, la cuarta dimensión en la
que vivimos y de la que no podemos escapar nunca, por mucha velocidad vertiginosa
con la que vivamos y muramos.
Las máquinas, por mucho que nos ofrezcan robarle tiempo al
tiempo, nunca podrán darnos un minuto, una hora más de las que tenemos
señalados en el mapa biológico y sus misteriosos designios, ni tampoco en el
inescrutable destino de cada ser humano. Sin embargo, esta verdad siempre se
nos olvida en la frenética carrera de hacer más cosas en menos tiempo, aunque
olvidemos en esa vorágine en la que vivimos lo más importante de todo: vivir
cada instante en plenitud, saboreando cada momento dulce, o admitiendo y
asumiendo los momentos menos agradables, incluso dramáticos, porque todo eso
forma parte de la vida que sólo tiene sentido cuando se le da la importancia a
cada minuto que se vive, por irrepetible, porque es una gota más del inmenso
océano de la existencia en el que navegamos o naufragamos, pero en el que al
nacer, irremediablemente, nos sumergimos.
No hay mejor forma de ganarle tiempo al tiempo que saber
vivirlo con la intensidad que requiera cada momento, pero tratando de frenar su
imparable marcha viviendo cada minuto, cada hora y cada día como si fueran los
últimos, casi con avaricia, como el niño goloso paladea lentamente la chuchería
para que le dure más; pero no intentando que el tiempo pase más deprisa,
cambiando de un lugar a otro, de una actividad a otra, en un vértigo fatal que
conduce a la alienación y a la funesta sensación de que el tiempo corre muy
deprisa y nos devora, cuando somos nosotros los únicos que corremos, que nos
precipitamos en busca de no se sabe qué, proyectados en la búsqueda ansiosa de
un futuro incierto que mata y aniquila el presente, ese único instante fugaz en
el que vivimos sin darnos cuenta, hasta que ya es un pasado irrecuperable y
doloroso en el recuerdo por no haberlo disfrutado y vivido con más intensidad,
atención y plenitud.
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