Mundo virtual vs mundo real
Actualmente,
entrar en el mundo virtual a través de internet es casi un rito obligatorio
para cualquier ciudadano que quiera estar integrado en esta sociedad de la
comunicación y la tecnología en la que todo empieza a tener, cada vez de forma
más acusada, una naturaleza virtual que incita a pensar que, en un futuro
próximo, la realidad, es decir, el plano físico en el que nos desenvolvemos,
tendrá mucha menor importancia que en el presente, y lo virtual sustituirá la
parcela de realidad que vayamos perdiendo de forma lenta pero imparable, aunque
nunca será igual de gratificante, por
mucho que nos engañemos, lo que vivamos "a distancia" o
"virtualmente" que lo que vivimos en la realidad y sin soporte
informático o electrónico que lo haga posible.
Los
ordenadores, los móviles y las tabletas se han convertido en los aliados
perfectos y sustitutivos potenciales de esa realidad a la que quieren suplantar
hasta llegar a ser ésta una entelequia aburrida para quien se obsesiona por las
comunicaciones a distancia, por esa extraña fascinación que ejercen los
dispositivos electrónicos, auténticos genios contenidos, en vez de una botella
a la que hay que frotar, en un aparato electrónico al que hay que encender y que responde rápidamente a nuestras preguntas,
realiza nuestras órdenes y atiende a nuestros
deseos.
Es por ello que
los nuevos dispositivos electrónicos están cumpliendo un viejo sueño de la
Humanidad: tener un genio generoso y servicial que siempre cumpla nuestros
deseos sin cuestionarnos, contradecirnos o desobedecer a nuestros mandatos, los
que siempre obedece el artilugio en
cuestión con sólo apretar un botón, convirtiéndonos en seres poderosos que es
obedecido inmediata y constantemente a sus mandatos a través del teclado que
nos traslada al mundo virtual en el que las leyes que lo rigen son siempre más
benevolentes para los usuarios que frecuentan la virtualidad y sus muchos
reclamos.
Esto ensancha
el área de poder de los adictos al mundo virtual inmediata e infaliblemente, lo
que provoca una extraña y embriagadora sensación de poder que la vida real
arrebata o niega siempre, porque en ella no podemos apretar un botón para que
sean cumplidas nuestras órdenes con igual facilidad que sucede en el mundo
virtual que se convierte así en el
espacio inmaterial en el que ejercemos un omnímodo poder que la realidad nos
niega constantemente con sus leyes implacables que niegan la existencia de
genios complacientes a nuestros deseos, posibilidad que la virtualidad nos
ofrece fielmente a través de los
diversos artilugios electrónicos que crean la realidad virtual, al lado de la
que la verdadera realidad parece triste,
anodina y frustrante.
Si los
drogadictos quieren huir a los paraísos artificiales a caballo de la heroína, crash, cocaína, etc., los adictos al
mundo virtual -ya hay psicólogos dedicados a tratar la creciente adicción a los
móviles-, huyen de la triste realidad siempre frustrante para llegar a esa zona
intemporal, inmaterial y gratificante en la que se pueden realizar viajes a
lugares exóticos, lejanos e inalcanzables, sin moverse del asiento ante el
ordenador por el que navegamos por internet; o bien, a través de la consola de videojuegos,
vivir aventuras apasionante con roles de héroes o villanos que pueden realizar
todas las hazañas que la vida ramplona niega;
o gracias al móvil o el chat
podemos habla con quienes están lejos, incluso con perfectos desconocidos, lo que es siempre más excitante, porque
hablar y relacionarse con quienes están lejos e invisibles por el misterio, la
lejanía y el morbo que ofrece.
Es esa
atracción por lo lejano, desconocido y misterioso lo que convierte al simple
hecho de comunicarse con alguien desconocido de quien ignoramos todo, pero podemos
imaginar su apariencia, circunstancias y personalidad, en un amplio, casi
infinito, abanico de posibilidades que la realidad, siempre tan limitadora por
definidora, niega por su naturaleza objetiva y la cercanía que ofrece. Es esa
cercanía lo que siempre representa una limitación a la imaginación, a la
aventura y a la duda. Ingredientes todos que siempre ofrecen un plus de
atractivo, misterio y morbo a cualquier relación en la que todo lo que no se
puede ver ni comprobar toma esos tintes atractivos que dotan de cualidades
imaginarias y borra los defectos que la cercanía real, el trato directo y
personal, impiden que nazcan unas y se
destaquen, otros. La cercanía es como un foco que ilumina las zonas oscuras,
precisamente aquellas que quedan siempre a la sombra en la relación virtual,
que se convierte en una imaginaria realidad en la que todo parece ser, pero
nada es ni existe realmente fuera de ese mundo etéreo del que el verdadero
constructor es el propio sujeto que proyecta, en la pantalla de su dispositivo
electrónico, sus propios deseos insatisfechos, sus esperanzas siempre
frustradas y su deseo de vivir otra vida diferente a la suya que, por cotidiana
y anodina, no soporta y de la que quiere escapar, constantemente, a través del
fiel servicio de esa lámpara de Aladino que es el ordenador, la tableta, la
consola o el móvil, que siempre le responde pero no al frotarla, sino al darle
al botón de encendido que enciende no sólo la pantalla, sino la imaginación del
usuario y su necesidad de vivir una ficción que le ayude a soportar la realidad
que le aplasta de forma inmisericorde, con su carga insoslayable de frustración
y derrota.
Es este exceso
de virtualidad que suplanta a la vida real la que provoca que se empieza a dar
el caso de personas -entre las que destacan muchos famosos-, que están borrando
sus perfiles de las redes sociales por considerar que eso no es la vida real,
sino una mera ficción que les roba tiempo para vivir de verdad en el mundo
físico y no virtual, mundo etéreo en el que los amigos no son tales, sino meros
conocidos en la lejanía, y las aventuras vividas en las consolas de videojuegos
son otra forma de alienación que tratan de enganchar con sus artificios a
quienes, incautos, caen en sus redes de adicción, hasta llegar a no vivir nada
más que a través de esos artilugios electrónicos como vías de escape de una
realidad que no les ofrece nada más que frustración y desaliento.
Todo es bueno
utilizado con mesura. El problema surge, al igual que con todo tipo de
adicciones: tabaco, alcoholismo, drogadicción, en las que se empieza poco a
poco, hasta que llegan a dominar a voluntad del sujeto. Siempre se empieza a
navegar por internet, hablar por el móvil, jugar a los videojuegos,
etc., uno minutos al día, unos días a la semana y, poco a poco, llega a
convertirse en una obsesión que roba autonomía, libertad y autocontrol y, por
supuesto, tiempo que es el bien más valioso que tenemos. Por ello, se llega a convertir ese imaginario
genio, amable y servicial, contenido en el dispositivo, en un demiurgo cruel y
dictatorial que va exigiendo cada vez más tiempo, más dedicación y más
atención, descuidando las verdaderas relaciones humanas y próximas: familia, amigos, el trabajo y las
obligaciones, además del abandono de las relaciones personales, para
dedicárselos a ese atractivo mundo
virtual que borra fronteras temporales y espaciales y llega a dominar por
completo la mente del individuo que quiere encontrar en él ese paraíso perdido
que representa toda infancia.
Sin embargo, el adicto al mundo virtual, al final, va
perdiendo su tiempo, su vida y todo lo que es real, auténtico y verdadero, a
cambio de una ficción que se apodera de su voluntad, sin dejarlo escapar, si no
despierta a tiempo de ese sueño irreal. Esa afición adictiva le demuestra a todo enganchado a la
virtualidad que, en contra de lo que se afirma, la realidad sí supera a la
ficción, porque la ficción que supone el mundo virtual supera, para muchos
enganchados a esa nueva droga, a la propia realidad a la que termina
sustituyendo de forma paulatina e irreversible.
Todo paraíso
artificial es peligroso. Cuando el ser humano se evade de la propia realidad en
la que vive y le define y conforma, queda siempre ante un precipicio que ofrece
la oscuridad de la nada que esconde en
el fondo y en el que siempre, antes o después, cae quien deja de tener contacto
con la realidad, olvidando que ésta es la que le sustenta y sostiene ante el
vacío de la virtualidad. Es esa ficción que
finaliza sólo con apretar un botón que apaga el mundo falso de imágenes
evanescentes en el que el iluso cree habitar, olvidando la vida real que le
espera siempre, al igual que los seres reales que la habitan, sin mentiras ni
artificios, pero con la palpitante verdad que siempre es en la que muchos se
sienten perdidos o de la que quieren huir. Por ello, eligen el camino
equivocado que les lleva a adentrarse en la negrura del vacío que es lo que,
realmente, existe detrás de cualquier pantalla cuando ésta se apaga. Es entonces
cuando muestra su verdadera naturaleza:
la que imita, con la vorágine de imágenes y sonidos, a la realidad que
sólo ofrece en su mera apariencia dotada de gran fidelidad formal, pero a la
que le falta la vida, ese misterioso don que discurre por el cauce de la
realidad, y del que está desprovista la fría, aséptica, cibernética e inerme
virtualidad.