La envidia






                             "La envidia", de El Bosco




En la obra El español y los siete pecados capitales  (1966) de Fernando Díaz Plaja, se hablaba de la idiosincrasia española. en cuanto a la forma de vivir los siete pecados capitales que enumera la Iglesia Católica. Naturalmente, que estos pecados son compartidos por todo el género humano, pero en España, y según la zona geográfica de la que se trate, se manifiestan de una forma diríase peculiar y característica de los naturales del sitio, porque además del carácter personal de cada uno, también influyen la cultura, el folclore, la gastronomía y hasta el clima de cada región (hoy llamada Comunidad Autónoma) en la forma de vivir, expresar y sufrir los referidos pecados que no son otras que tendencias congénitas en el ser humano, pues no es lo mismo la codicia sufrida por un andaluz, al que los demás andaluces llamarían “agarrao”, metáfora que quiere expresar con gracia que “agarra pero no suelta”, que en la forma de expresar tal defecto un catalán, porque sus propios paisanos considerarían que es una virtud digna de elogio, por ser demasiado común entre ellos.
En cuanto a la envidia a la que se refiere el diccionario de la RAE como “tristeza o pesar del bien ajeno”, es una definición clarificadora porque la envidia es precisamente el único “pecado”, utilizando la expresión cristiana, que hace más daño a quien la siente que al envidiado en sí. Aunque no hay que olvidar que el odio más profundo y duradero no está basado en el rencor por un daño sufrido por el envidioso, ni por el deseo de venganza insatisfecho, sino por la propia envidia que hace odiar de forma total y sin paliativos al envidiado por parte del envidioso, ya que aquél posee dones, propiedades, inteligencia o vida personal que causan esa envidia correosa y amarga que enturbia el ánimo, lo desasosiega y altera la bilis del envidioso por lo que, desde que sabe la buena suerte, el amor correspondido, la fortuna recién adquirida, la inteligencia premiada y reconocida o contempla la belleza esplendorosa del envidiado, ya no puede vivir en paz y tranquilidad, porque esas cualidades, fortuna, pareja o reconocimientos de los que goza el envidiado, en contraste con su mediocre vida, sus cualidades, su vida personal o sus propios y escasos méritos, se le convierten en un aguijón, en una saeta encendida que siente clavada en el alma el envidioso/a de turno y le hace olvidar favores recibidos, lealtades debidas, afectos declarados por parte del envidioso del y al envidiado. Ya decía Pierre Corneille que “un envidioso jamás perdona el mérito”.
La envidia, según afirmaba Díaz Plaja define al carácter español por excelencia, por encima de la ira, la soberbia o la gula, por ejemplo. Además, en su ameno ensayo sobre las características de los  españoles, también habla de los nacionales de otros países europeos, y afirma este embajador y escritor que había vivido en muchos países del ámbito europeo y de otros continentes por lo que conocía bien la idiosincrasia de los habitantes de otras latitudes, que la codicia es muy propia de los franceses, por lo que se la podía considerar el defecto nacional más definidor del carácter francés; al igual que la soberbia lo es del carácter inglés, por citar sólo algunos.
La envidia hace cometer traiciones, ingratitudes, delaciones y calumnias al envidioso que trata así de mermar los méritos, la credibilidad, las capacidades y hasta la honestidad del envidiado, aunque para ello tenga que cometer quien envidia las mayores indecencias, las peores canalladas para conseguir que el envidiado sea pasto de las murmuraciones, la sospecha, el descrédito y la vergüenza de ver su nombre en entredicho, su fama pisoteada o su honradez y capacidad puesta en duda por quien la única virtud que tiene es la de ser fiel a su propia idiosincrasia de envidioso, porque en este espécimen humano sólo cabe una obsesión, un deseo y una meta a conseguir: destruir la reputación, la vida personal o familiar, la estabilidad psíquica o la propia autoestima del envidiado.
Naturalmente, se está hablando de la envidia que actúa para conseguir sus siniestros fines, no la envidia leve o moderada, trufada de admiración, al mismo tiempo, ante las cualidades, méritos o vida personal de otro, pero siempre dentro de unos límites razonables que impone la propia ética, la decencia personal y el respeto a los demás, además de que esta clase de envidia, si no sana, sí natural y en términos aceptables sólo hace sufrir a quien la siente, pero es pasajera y no se convierte en la obsesión enfermiza del envidioso a secas, el que sólo puede estar en paz y ser feliz cuando consigue destruir, precisamente, aquello que envidia, porque sólo en comparación con los demás y cuando sale favorecido en la misma por tener el mismo o menor rasero sus posibles competidores, es cuando puede tolerar a los otros.
El envidioso nace y, además se hace, como una enfermedad larvada que se va desarrollando lentamente en el individuo que la padece y va creciendo en el caldo de cultivo de la mediocridad, de la falta de méritos y capacidades, de la  ausencia de autoestima y de la  propia y personal sensación de fracaso. Con esos elementos se crea un envidioso que vive para envidiar lo que admira; pero, por eso mismo, lo odia y desea, o mejor dicho, necesita destruirlo para poder recuperar el débil equilibrio perdido desde que asomó en su horizonte vital el envidiado y su estela de cualidades y seguridad personal, de triunfo o felicidad, que dañan al envidioso como un cáncer interior, precisamente porque sabe que el otro representa lo que nunca podrá ser, tener o experimentar, según sea el motivo de la envidia patológica que es la única que merece esa denominación.
Esa envidia vivida y sufrida por el envidioso, es el mal que su propia aflicción le proporciona y, a mayor sufrimiento, mayor es el odio que siente hacia el envidiado que no se da cuenta de ello hasta que no ha recibido las primeras acciones en detrimento de su fama, de su honra o de su propia persona, con alguna acción en la que no sólo se encuentra el odio del envidioso, sino la cobardía que subyace en la personalidad patológica de todo envidioso, de todo ser incapaz de vivir su vida en plenitud, con las limitaciones que tienen todos los seres humanos, de una u otra forma, porque la envidia es una clara demostración de admiración pero invertida, reconvertida en odio feroz, por lo que las cualidades, circunstancias o méritos del envidiado parecen convertirse en la mente de todo envidioso en defectos insufribles, insoportables para el mismo y, por ello, merecen ser destruidos, aniquilados, pero sólo por el mero hecho de que esas virtudes, excelencias o capacidades envidiadas las tiene otro y no el propio envidioso que se ve incapaz de trasladar hacia sí mismo esos dones tan codiciados y deseados, como irritantes, insoportables y odiosos. Por eso decía Horacio: “El envidioso enflaquece al ver la opulencia del prójimo”. No es la opulencia, felicidad y fortuna lo que le hace mal por sí mismas, sino el que las posea otro.
El carácter español está bien definido por la envidia y de eso hay pruebas a lo largo de la Historia. Este país, cainita en muchos aspectos, no soporta el bien, la felicidad, o los méritos de sus convecinos, de sus amigos, conocidos y, mucho peor, de sus propios familiares cuando no son muy allegados, pero los acepta cuando las detentan personas lejanas en el tiempo, en el espacio geográfico o en la extranjería del personaje. Por eso, en España quien triunfa en cualquier área de actividad: artística, deportiva, política, social, etc., siempre se ve envuelto en una nube tóxica de murmuraciones, de traiciones por parte de los más allegados, de calumnias, de golpes bajos, de los cuales vemos ejemplos todos los días en los medios de comunicación, sobre todo si esos personajes han ganado una fama, fortuna y bienestar tal que son especialmente llamativos en su dimensión. Por eso, es frecuente oír en programas televisivos, prensa rosa, programas radiofónicos y cualesquiera mentideros en las ondas o en el papel cuché que existen, rumores de homosexualidades supuestas y no probadas; adulterios cantados a bombo y platillo y sin más fundamento que la palabra de quien los afirma; enfermedades terminales inexistentes, delitos imputados sin pruebas y un largo rosario de bajezas, canalladas, traiciones, calumnias y demás indecencias con el sólo objeto de disminuir la categoría artística, profesional, humana, o ambas a la vez, del/ cantante de turno, del bailarín famoso, del futbolista en la cresta de la ola y de cualesquiera que tenga la mala suerte de nacer en una país en el que se combate la inteligencia, la originalidad, la personalidad y el talento por parte de una horda de mediocres, cantamañanas y fracasados que sólo conciben la vida echando mierda a la de los demás con las malas artes en las que sí son unos virtuosos, aunque las demás virtudes no las tengan en su paupérrimo curriculum de envidiosos frustrados y sinvergüenzas ejercientes.
Naturalmente, que la envidia existe en otras latitudes, países y culturas, pero en España tiene una acreditada cosecha propia, por eso aquí se le da más valor a lo que viene de fuera que a lo producido en este país; se apoya más al cine, a la música, a la literatura y un largo etcétera que no tenga el marchamo español. Todo ello porque es más fácil alabar, admirar y respetar a lo foráneo que a lo nacional y eso no es producto  de nuestro sempiterno complejo de inferioridad con respecto a lo extranjero. En absoluto obedece a ausencia de autoestima y de reconocimiento de lo propio, sino a todo lo contrario: obedece al principio que rige la vida del envidioso y es que mientras esté más lejos, más ajeno, y por ello menos amenazante en su proximidad, conocimiento y trato, lo envidiado, sean productos o personas, es más aceptable, menos peligroso en cuanto a su ajenidad o lejanía, y por tanto no puede haber comparación, rivalidad ni  odio.
La envidia en España es un defecto convertido en un marchamo de origen, como el chorizo de Pamplona, el Jerez, el jamón ibérico de bellota o el aceite puro de oliva. Tenemos unos inmensos stocks de envidia y envidiosos como para que se haga realidad la frase de Molière que, como todo famoso, aunque de otra época, también la sufrió, cuando decía: “Los envidiosos morirán, pero la envidia es inmortal”.

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